La pesca siempre ha formado parte de mi vida. De pequeño, aunque no despertaba gran interés en mí, iba a acompañar a mi padre a por truchas, sobre todo a los tramos altos del Iregua y Najerilla. Yo disfrutaba explorando la orilla mientras él se dedicaba a pescar.
Fueron pasando los años, y poco a poco crecía en mí el interés por el medio acuático. Empecé a ver la pesca, no como el deporte que es, sino como un medio que te permitía acercarte a los peces. Me explico. Los peces, al igual que el resto de animales que habitan bajo el agua, son seguramente los más desconocidos, ya que es difícil acercarse a ellos y observarlos. Por fortuna, hay métodos que nos permiten acercarnos a estos seres, y la pesca es uno de ellos.
A la edad de 12-13 años me di cuenta de esto, y la pesca pasó a ser una de mis pasiones. No buscaba capturar grandes ejemplares. Me hacía la misma ilusión sacar del fondo del río una lamprehuela de 10 cm que una carpa de 5 kg. Disfrutaba observando los peces unos minutos, para rápidamente devolverlos al agua y ver cómo desaparecían en las profundidades. Así fueron pasando los años, yendo a pescar sobre todo con mi padre y con mi amigo Tomás. Mi padre seguía fiel a la pesca de la trucha, pero Tomás y yo pronto comenzamos a interesarnos más por el río Ebro, especialmente por dos razones: la primera y la que realmente nos limitaba a este río es que todavía no teníamos ni coche ni carnet de conducir, así que el Ebro a su paso por Logroño era al único río que podíamos ir, andando o en bicicleta; la segunda razón es que este río presenta mucha más diversidad que los que habita la trucha. En los ríos trucheros no tienes ningún tipo de incertidumbre en cuanto a especies se refiere. Si te pica algo, sabes a ciencia cierta que va a ser una trucha. Sin embargo, en el Ebro, esa picada puede deberse a un siluro, una carpa, un barbo, un lucio, etc. Y las especies pequeñas también son mucho más abundantes: alburnos, carpines, percasoles, gobios, etc.
Tomás y yo nos pasábamos el verano entero pescando, o mejor dicho, en el río. Digo esto porque aunque el principal objetivo del día era pescar, la mayoría de las jornadas nos aburríamos muy pronto, y dejábamos abandonadas las cañas para recorrer las orillas con nuestra red, en busca de alevines o especies poco comunes. Fueron pasando los años, y ambos íbamos convirtiéndonos en todos unos expertos acerca de la fauna y flora de las orillas del Ebro. Habíamos conseguido capturar ya todas las especies de peces que en él habitan, y fue entonces cuando estas actividades fueron perdiendo nuestra curiosidad. Fue entonces, ya con 17-18 años, cuando pasamos de verdad a interesarnos por la pesca. Ahora ya nuestro objetivo no eran los peces pequeños o poco conocidos del río, sino los grandes ejemplares. Queríamos de una vez poder disfrutar de la pelea que ofrece un gran pez. (He de decir que aunque la mayor parte del tiempo nos habíamos dedicado a recorrer las orillas con la red, también fueron incontables las horas que habíamos pasado sentados delante de la caña, sin más éxito que alguna pequeña carpa o siluros de no más de dos palmos. Por lo tanto estábamos también algo frustrados con la pesca, y por eso muchas veces la dejábamos a un lado para ir en busca de especies pequeñas. En alguna ocasión llegamos a pensar que estábamos realmente gafados).
Por todo esto, decidimos tomarnos en serio la pesca, y con lo que íbamos ahorrando nos fuimos haciendo con mejores equipos: cañas mejores, hilos más resistentes, etc. Todo estaba preparado para sacar nuestro primer gran pez.
Sin embargo, el gafe parecía seguir con nosotros, y mientras casi todos nuestros conocidos conseguían sacar buenos ejemplares de carpas y siluros, nosotros seguíamos yéndonos todos los días a casa decepcionados. No nos dábamos por vencidos, y continuábamos insistiendo tarde tras tarde, día tras día y semana tras semana. Al final el verano concluía, y lo más grande que habíamos capturado era una carpa de un par de kilos, algo no muy alentador teniendo en cuenta los grandes ejemplares que hay en el Ebro. Pasamos así unos 3 o 4 años. Lo intentábamos con todo (a lance, a fondo, con señuelos, con vez vivo... Nada daba buenos resultados. Al final, presas ya de la desesperación y la impotencia, nos vimos obligados a dejar la pesca en un segundo plano. Y así pasaron un par de veranos, hasta que yo cumplí 22.
Ese año (2018) ambos decidimos darle una segunda (por no decir décima) oportunidad a la pesca. "Es imposible que no cojamos nada, todo el mundo coge", nos decíamos una y otra vez. Así que, con los ánimos otra vez por todo lo alto, nos hicimos con material que necesitábamos, desempolvamos las cajas de pesca que ya teníamos guardadas en lo más hondo del armario, y nos echamos de nuevo al río. Era primavera, y lo mejor del año, el verano, estaba por llegar.
Yo, al estar en época de exámenes, no disponía mucho tiempo para ir a pescar, y muchos días Tomás se iba sólo. Uno de esos días, me habló al llegar a casa:
-David, he descubierto un sitio perfecto. Si no conseguimos sacar un siluro allí, dejamos la pesca definitivamente.- Me dijo emocionado.
Así fue que unos días después, ambos fuimos a ese lugar, y pasamos toda la tarde pescando, bajo un sol abrasador. Nos recorrimos el lugar varias veces, lanzando el señuelo sin descanso. Pero pasaban las horas, y no picaba nada. Sentíamos otra vez cómo la desesperación nos invadía, y comenzamos a comentar la posibilidad de gastar nuestros ahorros en hacer un viaje al pantano de Mequinenza, el sitio donde se sacan los siluros más grandes en España. También pensábamos en comprarnos alguna embarcación, por si la culpa de que no pescáramos nada fuera por el hecho de que siempre lanzábamos desde la orilla, y sabíamos de gente que pescaba desde embarcación y tenía mucho éxito. En fin, la tarde iba avanzando. Llevábamos más de 4 horas pescando en la misma zona. Otra vez nos íbamos a ir a casa sin nada. La tarde poco a poco dejó paso a la noche. Y entonces... ¡Por fin! Algo picó en la caña de Tomás. Los dos gritábamos de alegría. Teníamos muchísimo miedo de que el pez rompiera el hilo o se soltara. Pero al final Tomás consiguió traerlo a la orilla. Era un siluro. Un pequeño siluro de no más de 50 cm, algo que cualquier pescador de siluros despreciaría, pero que a nosotros nos hizo realmente feliz. Nuestro gafe de años había acabado (era el segundo siluro que pescábamos a lance en nuestra vida, y el primero de Tomás; yo había sacado uno algo más grande, pero poco más, hacía ya 4 años). Lo observamos un rato y pronto lo liberamos en el agua. Los peces estaan activos, lo cual había que aprovechar. Volvimos a lanzar. No pasaron ni dos minutos cuando otro pez picó, también en su caña. Este era grande. Muy muy grande. La caña se dobló como si de una ramita se tratase. Tomás intentó manipular el freno, ya que el pez estaba vaciando la bobina entera. Tiraba tanto que estaba acerca ndo a Tomás al agua, y entonces, rompió. Nos quedamos unos instantes sin hablar. No sabíamos qué decir. Por un lado acabábamos de perder un pez que seguro era enorme, pero por otro lado estábamos contentos de haberlo sentido. Todo parecía indicar que, de una vez por todas, nuestra suerte había cambiado. Nos pusimos de nuevo a pescar, pero ya nada picó, así que nos fuimos a casa.
Pocos días después, Tomás volvió al lugar (yo no pude ir). Se puso a pescar exactamente en el mismo lance donde días antes habíamos perdido al gran siluro. Y lo que me contó al volver fue más o menos así: tras un rato pescando, algo muy grande le picó, tan grande como el del último día (si era el mismo nunca lo sabremos con seguridad). Lo luchó durante unos minutos, pero se escapó. Esta vez no rompió el sedal, sino que dobló el anzuelo por completo. Ya no había ninguna duda de que se trataba de un ejemplar muy grande.
Como es de suponer, Tomás estaba desesperado, y a la mañana siguiente decidió volver, con anzuelos nuevos y mejores. Yo tampoco pude ir, ya que tenía que trabajar. Cuando me desperté, lo primero que hice fue mirar el móvil. Tenía varios mensajes de Tomás. Estaba claro que algo había pasado, pero podía ser una buena noticia o una mala. Y por desgracia fue la segunda. En uno de los audios que me envió Tomás, relataba, con voz de completa desesperación, que el siluro le había picado de nuevo, y que esta vez había conseguido incluso verlo. Lo trajo a la orilla, tras una larga pelea, pero una vez allí, probablemente por culpa de estar sólo (no teníamos ninguna experiencia a la hora de sacar peces tan grandes del agua), el pez dio un cabezazo, rompió el sedal, y se perdió en las profundidades... 3-0 a favor del siluro.
Por desgracia, las oportunidades se le habían acabado temporalmente a Tomás, ya que se iba de vacaciones al día siguiente. Así que ahora era mi turno. Le conté todo esto a mi padre, y ambos fuimos al lugar ese día, que yo libraba en el curro. Fuimos muy temprano, imitando lo que el día anterior había hecho Tomás. Lelgamos al lugar y empezamos a pescar. Yo estaba nervioso. Por primera vez me sentía cerca de un gran siluro. Aquel lugar tenía una esencia especial. Parecía que estuvieras en lo más profundo de la selva amazónica. Un río salvaje, sin presas ni rastros humanos, flanqueado por sotos de ribera con altos y frondosos chopos, que en alguna zona dejaban paso a amplias playas de cantos rodados. Se notaba que el lugar estaba frecuentado por la fauna. Rastros de castores, zorros, garduñas y jabalíes se veían allá donde miraras. Y justo en el lugar donde siempre se nos escapaba el siluro, el río cambiaba bruscamente de dirección, como por capricho, hasta que fluía en sentido contrario al del cauce, creando así lo que se adivinaba como una prufunda y oscura poza, cuya orilla estaba recubierta por enormes raíces de viejos chopos. Era el sitio perfecto para un gran depredador.
Estuvimos pescando durante dos horas más o menos, pero nada de nada. En el fondo estábamos preparados para eso, ya que sabíamos que en la pesca no hay reglas, y lo que ayer fue hoy no tiene porqué ser del mismo modo. Recogimos y nos fuimos a casa. Pero yo obviamente no me quedé tranquilo, y le propuse a Ana, mi novia, ir a pasar la tarde al mismo lugar. Así, después de comer preparé todo el arsenal, y los dos fuimos a esa zona. Puse una caña a fondo, con el fin de coger algún pez pequeño y hacer más amena la tarde, pero esa caña no se movió en todo día. Con la otra caña (en el Ebro riojano se permiten dos cañas por licencia) me puse en seguida a lanzar el señuelo a la poza, alterné ratos de pesca con ratos de descanso. La tarde fue avanzando, y ni rastro de ningún pez. Ana empezaba a aburrirse, y yo a desesperarme. A eso de las 8 de la tarde, llegaron al lugar mi madre y mi padre, para merendar todos juntos. Colocaron una mesa portátil, y los tres, ellos y Ana, se sentaron y empezaron a merendar. Yo me quedé en la orilla, lanzando y lanzando sin para, como hiptotizado. Así pasé casi dos horas, casi sin hablar, y cuando empezó a anochecer, mi padre comenzó a proponerme abandonar por ese día, y marcharnos a casa. Yo me negaba y seguía insistiendo, lanzando una y otra vez al mismo sitio. El siluro nos había picado ya tres veces. ¿Por qué no una cuarta? Y si no era ese, cualquier otro. Necesitaba que algo picará a mi señuelo. Ya eran las 22.30, y la noche ya era cerrada. Mi padre ya me dio un ultimátum. Habían empezado a recoger sus cosas, y cuando acabaran yo debía recoger las mías para marcharnos. Yo era incapaz de irme así. En total ese día había estado más de 10 horas en el río, sin ver un sólo pez. Entonces le dije una frase, que a partir de ese día nunca olvidaríamos:
-10 lances y nos vamos.
Me puse a ello. Lanzaba el señuelo mientras contaba en alto."¡Uno!, lanzaba, dejaba profundizar el sueñuelo y recogía lentamente. "¡Dos!", y repetía lo mismo. Mi familia ya estaba terminando de recoger. Fui efectuando los lances, cuando llegué al noveno."¡Ocho!" Yo ya sabía que era prácticamente imposible que algo me picará ahora, después de todo el día lanzando en el mismo sitio.
Pero entonces sucedió. Anuncié el noveno lance, ya con un tono desganado. El señuelo tocó el agua, lo dejé profundizar y empecé a recoger. Ya no se veía nada en el río, debido a la oscuridad. Yo me limitaba a recoger el sedal, cuando de pronto, el carrete se paró en secó. Me quedé sin palabras. Agarré fuerte la caña y lo sentí. Lo tenía. Había picado. Por fin. A los pocos segundos me di cuenta de que el pez que había picado debía ser descomunal.
-¡Lo tengo, lo tengo!- Les grité a mi familia. (creo que nunca he gritado así en mi vida).
Todos se acercaron. Estaban, al igual que yo, muy emocionados.
La lucha fue avanzando. Mi caña se dobalaba tanto que yo estaba seguro de que en cualquier momento se iba a romper. Y si no era la caña, el hilo, el señuelo, o cualquier cosa. Tenía mucho miedo de perder el pez, pues iba a ser un duro golpe para mi ánimo, en cuanto a la pesca hablando.
Tras unos primeros minutos un poco agónicos, creía tener ya algo dominado al pez, y les dije que probablemente ese era el siluro que ellos iban a ver en su vida, así que debían estar atentos a cuando lo acercara a la orilla, para que aunque se escapara por lo menos lo vieran. Y así fue. Conseguí sacarlo del fondo y traerlo a la orilla. No sé describir muy bien cómo reaccionamos cuando lo vimos. Asombro es poco. Era un pez más grande que yo (mido 1,82 m), con una cabeza ancha, y un color oscuro, casi negro. Ahora llegaba quizás lo más difícil: terminar de sacarlo del agua. La gente que pesca grandes siluros suele llevar un guante, para evitar los cortes causados por los dientes, que recuerdan a una lija. Yo, al no haber pescado nunca uno mayor a dos palmos, no llevaba guante. Así que pensé, y lo que se me ocurrió fue quitarme la camiseta, y colocármela a modo de guante en la mano, para poder agarrar al siluro por la boca y sacarlo del agua. Entonces le pasé la caña a mi padre, y yo me acercqué al agua. Le metí la mano en su gran boca y agarré fuerte, pero el siluro, aún muy fuerte, dio un coletazo, y me empujó. El miedo a que se escapara volvió a mí, y entonces, le agarré aún más fuerte, abrazándome a su lomo con mis dos brazos. "No pienses que te me vas a escapar", dije. Y por fin, con la ayuda de todos (mi padre sujetando la caña, Ana alumbrándonos y grabando todo, y mi madre diciéndome que tuviera cuidado de que el siluro no me arrastrara al agua-ya sabemos cómo son las madres-), conseguimos sacar al siluro del agua. Ya no se podía escapar. Por fin lo tenía. Mi gran siluro. Mi cara de felicidadad era tal, que no puedo transmitirlo con palabras, así que qué mejor que dejaros la foto y que juzguéis por vosotros mismos:
Tras un buen rato observando cada detalle de la anatomía del pez, lo liberamos y nos deleitamos viendo como se desvanecía en la oscuridad.
Recuerdo también cómo escribí a Tomás en cuanto soltamos al siluro. Me daba rabia, e imagino que a él más aún, haber capturado a este siluro sin que él estuviera, ya que nos lo merecíamos los dos. Pero se alegró mucho de mi éxito, y a fin de cuentas aún nos quedaba prácticamente todo el verano por delante.
Pocos días después, en cuanto volvió de sus vacaciones, Tomás fue al río, esta vez a otro lugar, en busca de su propio siluro. Yo ese día no pude ir porque trabajaba. Pero, como si el destino quisiera compensarle lo ocurrido, consiguió pescar un siluro tan grande como el mío. Un paseante que andaba por allí le hizo la foto.
Ya podíamos decir, definitivamente, que nuestro gafe había acabado, y que ya éramos verdaderamente pescadores de siluros.
Primer siluro del lugar |
El Monstruo de Tomás |
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