Era un día no muy alentador para llevar a cabo un viaje de pesca. La mañana era fría y ventosa, pero de cualquier modo partimos hacia nuestro destino. Al llegar allí, varios kilómetros río abajo de donde vivimos, las condiciones no eran mejores en absoluto. Hacía incluso más viento, y mucho frío. No obstante, nuestras ganas estaban intactas y comenzamos a montar los aparejos. Jesús y Manuel tenían más experiencia que yo en lo que se conoce como "carpfishing".De hecho yo nunca me había animado a utilizar esta técnica, así que todo el equipo que utilizamos corrió de su cuenta. Al cabo de un rato ya teníamos todo listo: los trípodes, las alarmas, los cebos, y las 6 cañas echadas (2 de cada uno, que es lo que se permite en el Ebro). Ahora sólo quedaba esperar. El sitio era alentador. Una gran poza al borde de la corriente, y a juzgar por lo limpia que estaba la orilla, la zona no era muy frecuentada por otros pescadores.
El clima fue empeorando y de vez en cuando el cielo escupía algunas gotas. Parecía que el río quisiera mandarnos a casa, pero no pasó mucho tiempo hasta la primera picada. Corrimos hacia la caña en cuanto oímos la alarma, y conseguimos sacar una carpa que, aunque no muy grande, tenía unos colores preciosos, y una línea atlética (las carpas del río Ebro en nuestros tramos quedan lejos de esos ejemplares obesos y desproporcionados propios de los grandes embalses sin corriente alguna). "Ya por lo menos no nos iremos de vacío", decíamos. Soltamos la carpa tras unas fotos y volvimos a preparar la caña para echarla al río.
De vez en cuando la alarma sonaba, pero no conseguíamos clavar los peces que estaban tocando el cebo. Quizás eran carpas demasiado pequeñas, o quizás eran grandes pero no engullían el cebo con decisión. Iba pasando la mañana, sin que el tiempo mejorara. Llevaban ya las alarmas mucho tiempo sin dar ninguna señal, y al final decidimos alejarnos un poco de las cañas para refugiarnos de la lluvia bajo un sauce.
Pasó el tiempo, y por fin sonó de nuevo una alarma. Los tres corrimos a por la caña. Esta carpa era gorda. Nos brindó una buena pelea, y cuando conseguimos acercarla a la orilla nuestras caras eran dignas de ver. Sentíamos alegría, asombro y miedo (de no perder el pez) a partes iguales. Cogimos la gran sacadera que llevábamos, y conseguimos atraparla. La sacamos a la lona de plástico para no dañarle la mucosa y nos quedamos un rato observándola sin decir nada. Era un pez enorme. Yo nunca había visto una carpa tan grande en nuestra zona. Ni siquiera Jesús y Manuel, que ya llevaban tiempo utilizando esta técnica y ya habían sacado grandes ejemplares habían pescado nunca una carpa tan grande. Tenía unos tonos amarillentos que brillaban con los escasos rayos de sol que conseguían atravesar las nubes. Tras admirarla, llegó el momento de cogerla para hacerse las fotos. Primero intentamos pesarla. Ellos llevaban un peso que marcaba hasta 11 kilos, y al colocarla en él, éste cayó a plomo. "Esta tiene que tener por lo menos 14 o 15 kilos", dijo Jesús. Además de lo grande que era de por sí, debido a la época en la que estábamos (primavera) la carpa, que era una hembra, estaba repleta de huevas. Al final la devolvimos al agua y observamos entusiasmados cómo se marchaba de vuelta al oscuro fondo. Sonreímos una vez más y volvimos a preparar el aparejo par lanzar otra vez el cebo al agua. Las carpas estaban activas y eso es algo que hay que aprovechar.
El día ya había avanzado mucho, y pese al gran ejemplar capturado, la anécdota más sorprendente aún no había sucedido. Volvimos bajo el sauce, que estaba a unos 30 metros de las cañas, y nos quedamos allí esperando, mientras nos deleitábamos mirando las fotos de la "carpa reina", como bautizamos al gran pez, cuando de pronto, una de las dos alarmas sonó discretamente. Sin embargo, antes de que nos diera tiempo a llegar hasta la orilla, vimos cómo la caña era arrancada del soporte y se adentraba en las turbias aguas del Ebro. Corrimos aún más y yo me metí hasta la cintura para alcanzarla, pero me quedé a un palmo de ella, y no nos quedó más remedio que observar como desaparecía en las profundidades. Nuestro enfado era mayúsculo. La caña era de Manuel, y no le había salido precisamente barata. Habíamos perdido a caña, el carrete, el aparejo, y un potencial pez, aunque eso era lo de menos. Resignados, nos quedamos ahí dándole vueltas al asunto. Esta vez sin alejarnos de las cañas. Pasó una media hora. Los tres seguíamos enfadados. Obviamente Manuel el que más. De repente, la alarma de otra caña sonó. Manu la cogió, dio el tirón y clavó al pez. "Tira de una forma extraña", dijo. Peleó y consiguió traerla cerca de la orilla. Seguía extrañado por la forma en la que tiraba el pez. Nada que hubiera visto antes. Pronto descubriríamos qué sucedía, y nuestro asombro fue mucho mayor que cuando vimos a la carpa reina unas horas antes. He contado esta historia a todos mis amigos, y a todos los pescadores que conozco, y cuando terminaban de oírla, en sus caras se notaba una expresión de incredulidad. Estoy convencido de que muchos me habrán tachado de mentiroso. La carpa no había picado en esta caña. Por el contrario, esta carpa se trataba de la que hace un rato nos había arrebatado la otra caña. Había estado nadando por el fondo de la poza, arrastrando tras de sí la otra caña, y este hilo se enganchó en el aparejo de la caña que recogió Manuel. No nos lo podíamos creer. De hecho, aún seguimos dándole vueltas. Habíamos presenciado cómo perdíamos una caña en el fondo del gran río, y media hora después habíamos pescado esa misma carpa, caña incluida. Nos hicimos la foto de rigor, y devolvimos a la ladrona al agua. Fue increíble. Después seguimos pescando un rato pero ya era tarde y comenzamos a recoger en seguida para volver a casa. Estábamos deseando llegar y contarle a todo el mundo lo sucedido. Y es que en la pesca, cada jornada es única, y casi siempre volverás a casa con una buena historia que contar.
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